«Cada poema, aunque único, refleja lo
 universal de la experiencia humana, el anhelo de creatividad que 
trasciende todos los límites y las fronteras, tanto del tiempo como del 
espacio, en la afirmación constante de que la humanidad forma una única y
 sola familia».
Mensaje de la Sra. Irina Bokova, directora general de la UNESCO con motivo del Día Mundial de la Poesía (21 de marzo de 2015).
Con estas bellas palabras nos invita la Sra. Irina Bokova a celebrar 
la poesía en este primer día de la Primavera, a ser conscientes de su 
presencia constante en nuestras vidas, tal como la concebía el poeta 
romántico Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), quien sentía que la poesía
 estaba presente en cada una de las cosas bellas de la vida: en el 
espectáculo sublime de un acantilado en un día de tormenta, en la 
armonía del vuelo perfecto de un ave, en la serenidad del rostro de una 
bella mujer… La poesía resulta un código mágico y, en ocasiones,
 críptico, con el que expresarnos y sentir nuestras emociones propias y 
las emociones ajenas. Desde antiguo se ha experimentado con el 
lenguaje para crear belleza y, al mismo tiempo, para conocerse a uno 
mismo. Su difusión minoritaria y su poca popularidad en la sociedad de 
hoy en día la envuelven ─más si cabe─ en un halo de misterio y la 
relegan ─supuestamente─ a un plano secundario. Pero… ¿Verdaderamente 
está tan poco presente como parece? Veámoslo.
En la infancia, la poesía está muy presente en forma
 de canciones de cuna, acertijos, juegos, adivinanzas y otras maravillas
 del lenguaje, con los que los niños y las niñas aprenden sus primeras 
palabras, estimulan su creatividad y, lo que es más importante, aprenden a reconocer sus propias emociones y las de su entorno próximo. Recuerdo, por ejemplo, el primer libro de poesía que regalé a mi sobrina. Se titula Sirenas
 y es una de las obras póstumas del gran poeta asturiano Ángel González Muñiz (1925-2008). En él se recogen fragmentos como el siguiente:
Ola, ola, ola, ola.
¿Qué ola tienes tú?
Tres delfines y mero.
Vas atrasada un barbo y siete ostras.
¿Tienes alga que hacer?
No tengo nalga, pero traigo cola.
Ola, ola y adiós.
Adiós y ola, ola, ola.
En la juventud, la poesía llega muchas veces por 
contagio. Me explico: es suficiente con que a alguien de nuestros amigos
 o familiares les guste un cantautor para que acabemos contagiándonos (o
 no) de esos mismos gustos. Pienso, por ejemplo, en artistas como 
Antonio Vega (Nacha Pop), Joaquín Sabina, Cristina Rosenvinge (Cristina y los subterráneos), Enrique Urquijo (Los Secretos), Robe (Extremoduro),
 Ovidi Montllor, Zahara, Javier Krahe, Raimon, Russian Red o Nacho 
Vegas, por citar solo algunos. Pienso también, por supuesto, en artistas
 del rap, del hip-hop y del Heavy como la Mala Rodríguez, Nach, Lírico, Saratoga o Ángeles del Infierno.
 Se me discutirá que esas composiciones no son poesía en sentido 
estricto, y no les falta parte de razón en ello, pero aquí partimos de 
si esas composiciones cumplen la misma función que cumpliría un libro de
 poemas de cualquier escritor reconocido… Y la respuesta es rotunda: 
¡sí! En esta etapa, la poesía ya no presenta, evidentemente, la misma 
función que cuando éramos niños. Ahora se asocia con un sentimiento necesario de libertad y de rebeldía, de autoafirmación y de identidad personal.
 Simboliza nuestro refugio seguro y confortable frente a un mundo visto 
en ocasiones como hostil. Recordemos, en este sentido, la genial canción
 de Antonio Vega (1957-2009) Lucha de gigantes como una de las mejores muestras de lo que significa la poesía en esta etapa de la vida:
Luchas de gigantes
convierte el aire
en gas natural.
Un duelo salvaje advierte
lo cerca que ando de entrar…
En un mundo descomunal,
siento mi fragilidad.
En la adultez, la poesía puede jugar un papel, en 
ocasiones, de reconciliación con nuestro pasado inmediato. Tras nuestras
 vivencias inexpertas de la juventud, llega un tiempo de madurez y 
reflexión con lo que somos y con lo que queremos ser. Es cierto que esta
 necesidad de hacer cuentas con nuestro propio pasado la suelen suplir 
con demasiada frecuencia todo tipo de productos editoriales asociados al
 crecimiento y a la superación personal, pero el verdadero 
conocimiento de uno mismo y de la realidad que lo rodea ha de venir de 
otras experiencias lectoras mucho más profundas, como la de este poema de Luis Cernuda (1902-1963) titulado He venido para ver, que forma parte de su libro La realidad y el deseo, y que puede ser un ejemplo válido de ese proceso de reflexión personal a que aludíamos:
He venido para ver semblantes
amables como viejas escobas,
ha venido para ver las sombras
que desde lejos me sonríen.
He venido para ver los muros
en el suelo o en pie indistintamente,
he venido para ver las cosas,
las cosas soñolientas por aquí. 
He venido para ver los mares
dormidos en cestillo italiano,
he venido para ver las puertas,
el trabajo, los tejados, las virtudes
de color amarillo ya caduco.
He venido para ver la muerte
y su graciosa red de cazar mariposas,
he venido para esperarte
con los brazos un tanto en el aire,
he venido no sé por qué;
un día abrí los ojos, he venido
[…]
También en la adultez la poesía se encuentra presente en muchos actos
 emotivos, cuyo denominador común es la celebración del amor en todas 
sus dimensiones y sentidos posibles. Me estoy refiriendo, por ejemplo, 
al uso estético de lecturas poéticas en celebraciones matrimoniales y en
 otro tipo de conmemoraciones familiares, de amigos, etc. En todos estos
 actos se echa mano de poemas para acompañar con palabras los 
sentimientos que allí se quieren celebrar.
 En la vejez, la poesía nos 
reconcilia con la vida y con la muerte. En este sentido, esta forma 
artística puede convertirse en un bálsamo espiritual para muchos 
ancianos. Siempre me ha gustado definir al poeta como una persona que 
tiene la increíble e irrepetible capacidad de observar la realidad de 
forma diferente al del resto de las personas y, por eso mismo, son 
capaces de crear belleza poética con el lenguaje. Pues bien: creo que la mirada que tienen nuestros mayores se asemeja en buena parte a ese modo de mirar desde la poesía,
 en parte por esa sabiduría acumulada por tantos años de aprender y de 
desaprender… Así lo evocaba Pablo Neruda (1904-1973) en su poema Oda a la edad:
Yo no creo en la edad.
 Todos los viejos
llevan
en los ojos
un niño,
 y los niños
a veces
nos observan
como ancianos profundos.
También en esta etapa la poesía sale de su más estricta intimidad y 
se comparte en multitud de actos y motivos para celebrar la escritura 
poética y todo lo que ella implica. Buena prueba de todo ello es la 
participación activa de muchos de nuestros mayores en los certámenes 
literarios que convocan de forma periódica diferentes instituciones 
públicas y privadas. También la poesía está presente en la muerte, pues 
son muchas las personas que optan por dejar escritas unas bellas 
palabras para que figuren como epitafio en su lápida.
«La poesía es un arma cargada de futuro», escribió lúcidamente 
Gabriel Celaya (1911-1991). En la mayoría de las ocasiones, el 
distanciamiento artificialmente provocado entre nosotros y la poesía 
viene determinado por una concepción errónea de lo que significa 
acercarse a la poesía: no implica conocer a fondo las últimas 
novedades editoriales, ni dominar la historia de la poesía europea con 
su retahíla de nombres y obras. Implica, más bien, captar la poesía que hay en nuestras acciones cotidianas,
 puesto que, afortunadamente, todas esas infinitas escenas de nuestras 
vidas pueden llegar a convertirse, inesperadamente, en un bello poema.
Santiago Vicente
 

 
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